Con Juan Cirerol no existen las medias tintas: es un artista que se ama o se odia.
Cuenta él mismo que decidió ser músico porque era la única manera de salirse de trabajar en una tienda de abarrotes, como lo afirma en su rola “Sólo sirvo pa’ cantar”.
Con un talento y un carisma desbordante, pasó de tocar afuera de taquerías, a los principales foros del país en muy poco tiempo.
Dejó su natal Mexicali para probar que su suerte sería mejor en la ciudad de México, donde las nuevas generaciones lo recibieron como un crooner atípico, cuyo carisma era tan grande como su ingenio para articular corridos posmodernos.
Su estilo de tocar la guitarra de 12 cuerdas es único y abreva lo mismo de Johnny Cash, los Ramones o de los ejecutantes de bajo sexto norteños. Con una soltura tan deudora del punk como del norteño, Juan Cirerol es un personaje polémico por naturaleza y decisión propia, un ente que encabeza un movimiento que bien podríamos catalogar como post-norteño.
Sin pelos en la lengua, Cirerol jamás negara su amor por las mujeres, el chupe o las drogas, un guiño de sinceridad que le ganó la simpatía de León Larregui, quien lo invitó a abrir varias fechas de la gira de promoción de su disco solista.
Desde el dark side del desierto, ha cancelado conciertos por cuestiones de salud, lanzado comentarios desparpajados en sus redes sociales en las que sólo un seguidor perspicaz notaría que su filiación narcosatánica es un mero artilugio apto para graduarse de la escuela de los cínicos.
Recientemente, Cirerol lanzó su primer disco con una disquera multinacional, algo que sorprendió a los críticos más avezados, ya que anteriormente, Juan parecía ser el enemigo público número uno de las disqueras.
Se trata del álbum Todo Fain, frase que lo identifica y que sus seguidores han hecho parte de su vocabulario. Mitad punk, mitad norteño, su show en vivo es uno de los más originales de la escena alternativa contemporánea.