Es jueves 4 de septiembre de 2014. Son las 11:48 de la mañana en Buenos Aires y lo que era silencio, rápidamente se convierte en llanto y negación. “El rock argentino está de luto”, dice José Manuel Rodríguez en CNN en Español, “uno de sus principales exponentes, Gustavo Adrián Cerati, ha fallecido”.
Han pasado ya 7 años y hay ausencias que se notan. Sobre todo ahora, en un mundo caótico de cuarentenas y encierros, de miedos e incertidumbres, de estallidos y desesperanza. Hay ausencias que se notan, digo, con toda la ironía de lo que eso representa, pero con todo el sentido de lo que eso también significa.
Porque la nostalgia no es solo por su partida, sino lo que su partida nos recuerda de nosotros mismos: que un día también dejaremos de estar, que habrá gente que nos recuerde, claro, pero que nuestra ausencia, en cambio, es posible que no se note tanto. “Pero hay vacíos que no pueden llenar / No conocían la profundidad/ Hasta que un día no dio para más”.
Bien lo decía Cerati, en la reversión que le hizo a “Zona de promesas” de la gran Mercedes Sosa:
“Mamá sabe bien
Perdí una batalla.
Quiero regresar
Solo a besarla.
No está mal ser mi dueño, otra vez
Ni temer que el río sangre y calme.
Al contarle mis plegarias
Tarda en llegar.
Y al final
Al final, hay recompensa”.
Recompensa que yace a su nombre en la profundidad visionaria de su obra, siempre adelantado en el tiempo, inquieto, curioso, “enfermo por la música”, como repite su mamá y sus amigos en viejas entrevistas.
Recompensa que, al final, es un regalo que surge de él y se esparce infinito en el universo que nos llega a nosotros, que nos abraza, nos seduce, nos sirve de bálsamo. Porque en las huellas de su trabajo está indudablemente el hecho de haber contribuído a la masificación del rock en español, que si bien existió antes de Soda Stéreo, con el trío formado por él junto a Charly Alberti y Zeta Bosio se consolidó como movimiento en la región.
Ya no se trataba de impulsos creados con un alcance mínimo entre países, sino una galaxia en la que se sumó un Aterciopelados en Colombia, o un Café Tacvba en México. Un movimiento latino que llegó a MTV antes de que MTV llegara al continente.
El resto es historia, no hay nada nuevo que contar…
Lo que tampoco es nuevo, pero vale la pena agradecer, es la genialidad con que demostró que esa división en la que se nos juntó como parte del “Tercer mundo”, no amerita la condescendencia con la que se nos suele tratar, ni la mirada de superioridad bajo la cual, durante muchos años, la premisa en la industria mainstream fue que para ser alguien en el mundo de la música, se tenía que cantar en inglés.
Y no, Gustavo, como muchos referentes más de esta Latinoamérica “pordebajeada”, nos hizo creer en que los suelos se podían sacudir cuando nuestras gargantas gritaban sus canciones en escenarios masivos. Y sí, en español. Un fenómeno que nos hace agradecer hoy, ese momento cúspide de finales de la década de los 80, todos los 90 y parte del nuevo milenio, en la que nos atrevimos a mirarnos hacia adentro.
Gustavo se fue hace 7 años y hay ausencias que se notan. Por lo menos tuvo la generosidad de dejarnos una obra vanguardista, un legado en el que se empieza a dibujar la música electrónica de la región desde la inclusión de sintetizadores en Nada personal (1985) pasando por el sampleo en Colores Santos (1992), la construcción de paisajes en tiempo de trip-hop de Bocanada (1999), el proyecto de ambient y techno bautizado Ocio junto a Flavio Etcheto del que vio la luz su disco Medida Universal (1999) y luego el Power Laptop Trio, también junto a Flavio y Leandro Fresco, o la inclusión de arreglos siderales en algunos temas de Siempre es hoy (2002).
Pero nada de esto es nuevo y aún así, la de Gustavo, es una ausencia que se nota. Sobre todo hoy, en estos tiempos de sencillos superfluos cuya medida de éxito es ver crecer las veces que alguien lo convierte en coreografía que es tendencia en TikTok.
Que no está mal, tampoco se trata de reprochar las nuevas interacciones de la música, pero es cada vez más escasa esa manera de narrar desde el deseo hasta el hastío, desde lo sideral hasta lo carnal, desde las palabras bonitas y la eventual ruta que trasegaban hasta convertirse en canciones, o las que leídas parecen más poesía que canción, con esa particular manera de condensar pensamientos en sus cuadernos y susurrarlos luego a nosotros de forma exquisita, derritiéndonos junto a sus rarezas melódicas.
No es que ya no se haga música así, pero joder Gustavo, te extrañamos!… y estas palabras que no suman nada a esa nostalgia de tu música, solo muestran el desespero de no tenerte, de no escucharte decir algo sobre esta zozobra que nos cobija; y aunque es bálsamo lo que nos dejaste para escuchar una y otra vez, pues siempre es que nos surge esta necesidad egoísta de pedirte más, porque como tú pocos, y tu ausencia, Gustavo Adrián, tu ausencia se siente y ya son 7 años.
En fin, hay noches en las que en soledad, me gusta imaginar un recital en esa sábana de estrellas que a veces se nos hace infinita y estoy seguro que mientras te escuchamos acá y ellas brillan allá, tú estás en el medio, dirigiéndote a las millones de intimidades que te extrañan, que extrañan ese legado que fue tu banda, esos juntes experimentales incansables, esa mirada tan particular del universo del que un día también nos despediremos.