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El rock de mi pueblo

El rock de Colombia ha tenido un desarrollo sorprendente, a pesar de ser un país tropical. Muchos de sus representantes han sabido navegar y surfear la cresta de la ola para llegar a ser referenciados en la historia latinoamericana del rock. Acá las vidas, los sueños, los miedos y la sonoridad de algunos músicos que han sabido llenar sus cabezas de rock.


Elvis, el hombre tras el micrófono



El hombre tras el micrófono nació un 6 de enero, un día mágico de Reyes Magos de 1969 en la Clínica El Rosario, en Medellín. En el mismo año de su nacimiento, el hombre llegó a la Luna, además, en el mundo, la guerra era rechazada por muchas personas con música, paz y amor.

Esta mezcla de ciencia, magia y música ha sido una constante en su vida, por eso, le gusta pensar que, sin ser mago, ni científico, es un músico con esas dos cualidades. Ir a ver la clásica y musical retreta al Parque Bolívar en Medellín con Jaime, su hermano mayor, quizá, fue de los primeros acercamientos reales con el sonido y el arte. Luego, conoció la música del mundo y la primera canción que le cambió la vida fue Sweet Dreams, de Eurythmics.

Nadie se la mostró, él mismo la descubrió y quedó fascinado escuchándola, tratando de descifrar lo que estaba haciendo ese sintetizador, que parecían varios a la vez. Esa búsqueda y experiencia sonora definiría gran parte de su propuesta musical en el futuro.

Le dicen Elvis, así no tenga amplia ni frondosa cabellera y así sus movimientos no sean propiamente los de Presley; en realidad, se llama Fernando Sierra, mide un metro con ochenta y cuatro centímetros, le gustan los lentes para ver de cerca y de lejos, pero con estilo, y prefiere la irreverencia a la rebeldía. Fue un adolescente muy encerrado, no salía a la calle, hasta que entrados los ochenta, explorando el mundo, conoció un bar llamado New York-New York, donde llegó con gafas de pasta, pelo muy corto y chaqueta de traje. 

Una pinta conservadora llevada de manera tan radical que resultaba irreverente. A lo lejos un personaje que se ha hecho leyenda en la música de Medellín, Germán Cañellas, sin conocerlo, le dijo: “¡Elvis Costello!”. Y desde ahí quedó bautizado Elvis.

Este Elvis Costello colombiano luego quiso cantar, y lo hizo, simplemente porque todos sus amigos tenían otros instrumentos y él quería no solo ser diferente, sino demostrar que la voz era, quizá, de los instrumentos más complejos y satisfactorios. Elvis quería cantar y desde ese momento no ha parado de hacerlo. Sí, Fernando Sierra, Elvis, es la voz de Estados Alterados, una banda de rock con inclinación pos-punk y synth pop que redefinió en su momento el concepto de rock en Colombia. 

Cuando Elvis cantaba y Estados Alterados sonaban, decían: “No solo de heavy viven los paisas”. Su voz tras el micrófono es gruesa, como su presencia en el escenario. Salta, se mueve y deja su personalidad tranquila y serena para los otros días de la vida. Los días de concierto y ensayo son especiales, son mágicos.

Ha tenido todo tipo de experiencias en su rol como cantante y músico, desde estar en los grandes escenarios de la vida, y ser el acto de apertura de la gigantesca banda Depeche Mode, hasta tocar en bares con pocas personas y la energía arriba. La primera vez que cantó con su banda en Bogotá se intoxicó con un sándwich y tuvo que vomitar justo antes de salir a cantar; luego, apenas se acabó el concierto, bajó de la tarima a vomitar de nuevo. A veces, así de crudo es el rocanrol en su esencia más pura.

Como cantante y artista, admira a David Bowie y a Brian Eno, y tiene como obsesión de vida entender, sí, simplemente entender. Quiere entender muchas cosas: cómo funciona la música, cómo funcionan las cosas en el arte, en la geometría, en las relaciones entre personas.

Y para terminar de conocer a este personaje de voz gruesa y calidez incomparable, le hice la misma pregunta que le hicieron a él en los noventa: “Elvis, ¿cuál es tu anhelo con la música? “Invadir el mundo”, fue su respuesta para esos tiempos de cabelleras despeinadas y olor a juventud. Pero hoy, con unos años de más, la experiencia de la vida y de la música sobre sus hombros, en sus ojos y corazón, me responde que quisiera más bien que el mundo lo invadiera a él.


Mario Duarte, la mano derecha del rock nacional



Esa banda no tenía nombre o, si lo tenía, no importaba, no era muy relevante. Solo importaba el ruido, pasarlo bien, y ese día, hace muchos años, el concierto en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá.

Pero, luego de ese concierto, de algunas rocas y abucheos lanzados desde abajo del escenario y de entender que todos los encuentros no son limerentes, como una irónica respuesta ante algunos estudiantes “izquierdosos”, y aun sin simpatizar con la postura política a la que aludirían, la banda empezó a llamarse La Derecha y, desde ahí, se comenzó a construir una historia sonora bellísima que le ha dado vida

y sonido rocanrolero a la existencia de Mario Duarte de la Torre, un barranquillero de padres santandereanos, que tendría a Medellín entre sus afectos de niñez y a Bogotá como el corazón que le dio fuerza para la música y la actuación.

Mario nació en 1965, el año de “Like a Rolling Stone”, de Bob Dylan; de “Satisfaction”, de The Rolling Stones; de “My Generation”, de The Who; de “Yesterday”, de The Beatles; de “Mr. Tambourine Man”, de The Byrds, un año determinante para la historia del rock en el mundo, y, quizá, también la vida se puso de acuerdo para que él naciera con una musicalidad definida.

La música llegó desde niño por su familia, en su casa siempre hubo o una guitarra o un piano, y sus padres querían que sus seis hijos tuvieran algún acercamiento, así fuera mínimo, con la música. Y Mario, que tenía en sus poros una incomodidad con la academia, con la familia, con la vida misma y hasta con la música, se dejó contagiar por las notas, los sonidos y los instrumentos, y en poco tiempo esa musa inspiradora, ese vinilo rodando en la pupila y ese casete sonando en el corazón se convirtieron en su vida.

Inmerso en ese universo de sonidos, Mario quería ser diferente y se volvió roquero por no ser un músico clásico o andino. Curiosamente, ahora esa música es la que disfruta en su madurez aún rocanrolera. Nunca pensó que su sueño musical se convertiría en algo tan importante para los amantes del rock en Colombia.

Los noventa están marcados por las canciones que él mismo escribió al lado de sus amigos. La Derecha surgió, se convirtió en himno, en un tatuaje sonoro que todos debían portar y en banda sonora colombiana al lado de Aterciopelados, Ekhymosis, Compañía Ilimitada, Poligamia, Bajo Tierra, Kraken, Estados Alterados, 1280 Almas, Hora Local, y muchas otras. 

Con el surgimiento de La Derecha y la exploración de ese “rock colombiano”, también llegó la necesidad de los conciertos. A Mario, por ejemplo, le molestaba que la gente dijera que los grupos colombianos eran muy malos, cuando eso sucedía por aspectos técnicos. Y es que sí, en Latinoamérica, sonaban bandas gigantes como Los Prisioneros, Soda Stereo, Caifanes, Los Fabulosos Cadillacs; pero, en Colombia, no había un lugar adecuado técnicamente, menos un festival dedicado al rock.

Mario quiso aprender a hacer conciertos y, sin quererlo ni planearlo, al lado de otros amigos, como Bertha Quintero y Julio Correal, idealizaron y crearon Rock al Parque, uno de los festivales que hoy, después de más de veinticinco ediciones, sigue siendo uno de los espacios de rock más importantes de entrada libre en Latinoamérica.

Luego de los años y las historias, sigue siendo un buen amigo, un hombre mesurado al hablar y un gran conversador que achica los ojos cada que la comisura de sus labios se extiende, es decir, casi siempre, porque se le ve sonriendo sin miseria.

Ama el arroz en todas sus presentaciones. Su músico podría ser Prince, así entre los discos de su vida tenga Kraken I y Avalancha de éxitos de Café Tacvba, y en diez años se ve arrugado y haciendo música. Su vida ha estado definida por eso, por las cosas que ama y por los gustos que sigue. En sus ojos, aún se marca esa bohemia noventera, y en las canas que ahora salen en una cabellera sin orden, se ven los años de un roquero que se rehúsa a dejar de serlo.


David y Mónica, un punk amor



¿Un amor se puede construir desde el ruido? Sí, el de esta historia tiene ruido, distorsión, taches, cientos de horas de ensayo, besos llenos de rocanrol, conciertos multitudinarios, viajes inolvidables, complicidad, una vida tranquila, simple, llena de conciencia y protesta sonora. Este punk amor lo han demostrado David Viola y Mónica Moreno, dos de los punkeros más representativos en Colombia, dos soñadores que, en su aparente actitud retadora y agresiva, esconden la dulzura, sinceridad y humanidad que uno quisiera encontrar en cualquier persona.

Ellos han construido su vida desde las crestas, las botas, las canciones y los pogos, y con esas herramientas han ayudado a formar a toda una generación de roqueros que ven en su música una verdad indiscutible, un referente a seguir, una escapatoria reveladora y amorosa, otra banda sonora para no olvidar.

Desde niños, Mónica y Viola empezaron a escuchar rocanrol por los discos que sus hermanos coleccionaban. Blondie, The Police, Queen, Iron Maiden y Pink Floyd desfilaron por esos oídos curiosos que hasta ahora conocían ese tipo de música extraña. Cada uno en sus familias y teniendo la misma edad, ocho años, vivieron experiencias distintas que les permitieron enamorarse de la vida en colores diferentes, de la vida en rocanrol.

A Mónica le tocaba escuchar estos discos a escondidas mientras su hermano no estaba en su cuarto, y a David, antes del rock, le tocó escuchar todo tipo de vallenato, pues la raíz de su familia procedía de la Costa Caribe colombiana.

Luego de conocer el rock, la vida les puso guitarra, batería y una sensibilidad distinta para apropiarse de la realidad y cantarla, y los juntó para estar en la misma banda, en I.R.A. (Infección Respiratoria Aguda), una agrupación de punk creada en 1986 que ha roto todo esquema, que ha demos trado que el punk puede ser una buena escuela que no necesita de cadenas, de órdenes impuestas, sino de libertad, de sonido que enseña, de historias cantadas, reales y viscerales que se convierten en memoria.

Luego de años de tocar, se hicieron novios y hoy puede decir que son dos punkeros que viven su punk amor, una casa en el campo a la que llamaron La Santa Punkera, en la que tienen lo necesario para vivir y ser felices. Guitarras, baterías, huerta, amaneceres, anocheceres y el mismo ruido que los unió en alguna oportunidad.

Se han comprometido en tres oportunidades: la primera, en 1993, por la Iglesia, con traje de gala y familia; la segunda, en una notaría, y la tercera, en un ritual con un par de manillas de hilo y un beso que aún no termina. Juntos han cumplido todos los sueños que un amante de la música y del punk pueda imaginar. Viven de sus letras, de sus discos y conciertos. 

Han logrado materializar quince producciones, videoclips, tres libros y todos los kilómetros de felicidad en territorios en todo el mundo. Han podido pisar con sus canciones las emblemáticas instalaciones del ya desaparecido CBGB en Nueva York, y pueden decir, con las crestas en alto, que juntos llevan más de treinta años ininterrumpidos haciendo punk en un país tropical.

Y todo lo hacen para bailar, abrazar, llorar, luchar, morir, gritarlo y creer que todo puede ser mejor. Luego de los años, siguen juntos, disfrutándose el uno al otro, creando canciones urgentes y gritando al mundo que no son oscuridad, son propuesta, y a su vez también crítica y amor, porque eso también existe en el punk. Punk amor.

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