Los Yetis y el inicio del rock en Colombia. La Banda Elástica.Jpg

Los Yetis y el inicio del rock en Colombia

Eran los últimos días del año 1959. La ansiedad por el arribo de la década de los sesenta no se hizo esperar en las calles de una ciudad colombiana pequeña, comandada por el alcalde, Ricardo Posada, y dirigida desde el estrado superior por el presidente Alberto Lleras Camargo. Esta villa era recorrida por las botas al estilo campana y encopetada por el glamuroso Chanel.

En esos días, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, lanzaron desde el cosmódromo de Baikonur la sonda lunar “Lunik 1”, el primer ingenio humano que tenía como objetivo la luna; mientras tanto, en Cuba, Fidel Castro entraba triunfante en La Habana y tomaba el poder; y, a miles de kilómetros, el Dalai Lama, obligado a exiliarse, llegaba en su huida a la India. Simultáneamente, a quince kilómetros al occidente de Bogotá, era inaugurado el aeropuerto más grande de Colombia, llamado El dorado por aquella recordada leyenda de la búsqueda de la “ciudad dorada”. 

Mientras tanto, en Medellín, las emisoras, periódicos, programas de TV y el cuchicheo en las calles, aseguraban un fenómeno terrorífico con la llegada del esperado año sesenta. Se anunciaban tres días de oscuridad total y el fin de la existencia del hombre sobre la tierra. El locutor, a través de la amplitud modulada, recitaba acentuadamente: “Provéase de agua, alimentos y velas; la oscuridad será total”.

En los días previos a esta esperada fecha, las iglesias estaban llenas de religiosos en pánico, los sermones de la eucaristía invitaban a la tranquilidad y a tener fe en el Altísimo, y las calles permanecían atiborradas de transeúntes temerosos que aguardaban el final profesado por Jesucristo en una aparición al padre Pío en Italia, mientras descansaba en su cama.

Una mano se posó sobre su cabeza. El padre, asustado, elevó su mirada y era Jesús, que lo observaba fijamente mientras le decía: “La hora del castigo está próxima, pero yo manifestaré mi misericordia. Nuestra época será testigo de un castigo terrible. Mis ángeles se encargarán de exterminar a todos los que se ríen de mí y no creen mis profecías.

Huracanes de fuego serán lanzados por las nubes y se extenderán sobre toda la tierra. Temporales, tempestades, truenos y terremotos cubrirán la tierra. Por espacio de tres días y tres noches, una lluvia ininterrumpida de fuego seguirá, para demostrar que Dios es el dueño de la creación”.

Este mensaje se propagó a todos los grupos católicos de oración en el mundo por medio de la comunidad de sacerdotes franciscanos. Al mismo tiempo en que esto sucedía, tres jovencitos de la época, con vidas distintas pero conectadas por la música, evadían y burlaban el hecho.

“Esas son carajadas”, decían. Ellos salían a caminar por las calles de Medellín y observaban a las chicas de colegio que recién terminaban su jornada de estudio. Reían, bromeaban pesadamente, comían golosinas, trataban de cultivar su cabello sin el permiso de sus padres y cantaban canciones que musicalizaban la juventud de la época.



Vivían como jóvenes en una ciudad donde se rezaba, se dormía temprano y se seguían al pie de la letra las órdenes de la Iglesia. Sin embargo, la difundida amenaza de los tres días de oscuridad no les asustaba en absoluto. 

Llegó el primero de enero del año 1960, los sueños lóbregos de muchos despertaron con temor y sorpresa, y las miradas hacia el cielo atravesaban los ventanales de las amplias casas. Pero el alba llegó de forma natural y el brillo del sol fue más fuerte que nunca. De nuevo, las campanas de las iglesias avisaron el inicio de la misa de doce del día, los carros impecablemente brillantes circularon por las carreras Unión y San Félix, y las familias pudieron divertirse en El bosque de la Independencia  en Medellín, navegando en el lago lleno de peces y disfrutando de la gran piscina natural con esclusas que surtían de agua fresca a los bañistas.

El escepticismo, locura y rebeldía de Juancho López, un fanático a los carros de colección, bien vestido y comelón; Iván Darío López, un malgeniado, creativo y larguirucho y Juan Nicolás Estela, un músico y compositor excepcional, conversador y dicharachero se materializó unos años más adelante en un trío vocal creado por la influencia de la música mundial, a través de los encuentros, desencuentros y del azar hecho destino.



Posteriormente, este trío se convertiría en una de las bandas pioneras y emblemáticas que tomó como bandera y expresión de vida el aún insípido sonido “rocanrol” que se vivía en este valle, para transformarlo y crear esa etiqueta de rock colombiano. Esta agrupación se llama Los Yetis, una banda icónica en la generación juvenil de los sesenta, la base de lo que es ahora nuestro rock

Ellos, sin pretensión alguna y sin esperarlo, fueron galardonados con disco de oro en 1966. En toda su historia musical crearon más de 45 grabaciones entre sencillos, LP y compilados, y se convirtieron en uno de los primeros grupos que pudo girar sin pesares y con un contrato discográfico por todo el país.

Sus discos se distribuyeron en Estados Unidos, Costa Rica, Panamá, Ecuador, Venezuela, Perú, Argentina, Chile y España. Fue tanto su éxito que llegaron a compararlos con The Beatles: eran custodiados por la policía y las chicas colombianas también corrieron tras ellos para arrancarles la ropa y mechones de cabello. 



Ahora puedo verlos en vivo, cuarenta y ocho años después de su primer concierto. Estoy frente a la tarima atiborrada de anuncios de cerveza, en una tarde soleada de junio en un municipio al sur del área metropolitana de Medellín.

Llegué a este lugar por invitación de Juancho López, con la amenaza de ser uno de los últimos conciertos de Los Yetis. Se les observa de nuevo nerviosos, risueños y ansiosos con la lista de canciones a interpretar en sus manos. Repiten por segunda vez la canción “Quiero hablarte” como parte de su prueba de sonido. Mientras tanto, sus pintas impecables, propias del estilo sesentero, los esperan en unos camerinos improvisados. Al fin, salen al escenario. El poco público asistente que los acompaña, aplaude y algunos de ellos, contemporáneos suyos, bailan al twist y cantan las canciones que representaron su época juvenil. 



La energía de Los Yetis sigue intacta, a pesar de estar entre los setenta y ochenta años de edad. Para conciertos como este se ayudan a la vitalidad con un par de energizantes. Sus cabellos, ahora blancos, siguen al viento como en las mejores épocas gogó. Juancho López baila, canta y, cuando alcanza tonos altos, sonríe como en una especie de aprobación interna.

Luis Fernando Garcés, el yeti honorario que los acompaña desde 2003, es quien se encarga de presentar las canciones y tirarse algunas bromas como: “Esta canción tiene un coro muy sencillo, si quieren nos acompañan. Si no, pues, igual yo lo canto”. O al terminar una canción y no recibir aplausos dice: “Se ve que no les gustó…”. El mismo Luis Fernando observa la lista de canciones pegada en el suelo, agarrando sus gafas con la mano como si fuese una lupa creada para ver a la distancia. 

Ellos están en la tarima acompañados de músicos muy jóvenes. En este concierto faltan dos personajes esenciales en el engranaje de toda esta historia sonora: Juan Nicolás Estela, que vive fuera de la ciudad, e Iván Darío López, quién murió por un fortísimo cáncer que acabó con su vida. Este, posiblemente, sea uno de los últimos espectáculos en vivo de Los Yetis.

Con su música y estética recuerdan el folk, el rocanrol, el twist y el gogó sesentero. Bailan, sonríen y cantan como en sus veinte años. El público asistente los observa con emoción. Algunas personas que llegaron a la cita en aquella tarde hacen notar su fanatismo y corean canciones de vieja data como “Ametrallando”, “Conocerte mejor”, “Sabes cuánto te quiero”, “Llegaron los peluqueros”, “Yo grito”, “La bamba” y “Mi primer juguete”.

El concierto termina en el punto más alto, cuando una fila de jóvenes, organizados coreográficamente, baila sus canciones. Los Yetis bajan y empieza para ellos la sesión fotográfica y la firma de autógrafos habitual. Luego de este concierto, de estas canciones y de este momento que no todos pudieron vivir, quizá todo acabará; quedarán los sonidos, las letras, las canciones y los conciertos. Si usted no vivió de ninguna manera esta historia, bienvenido a conocer la vida y las anécdotas de los abuelos del rock colombiano, Los Yetis.

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